Ricardo Marín/Carolina Campos
Puede que una de las fantasías intelectuales más complejas en pleno desarrollo del siglo XXI es intentar acercarse a una definición de lo que algunos estudiosos de las ciencias sociales llaman las “formaciones económicas-sociales”, especialmente en el contexto venezolano, donde los elementos culturales del lenguaje, la música y hasta la política unen, como en ninguna otra nación latinoamericana, lo que todavía los sociólogos se atreven a definir como “clases sociales”.
Es por ello que resulta realmente delicado y hasta temerario adentrarse con profundidad en el concepto de la valencianidad, sobre todo si se toma en cuenta que este término puede que tenga un igual número de defensores como de detractores, y que incluso existe el caso en el que quien ostente con orgullo la casualidad de nacer en la ciudad del Cabriales, no necesariamente sea un descendiente de las familias de la Valencia republicana, ni tenga como ancestro a uno de los tantos ilustres de las artes plásticas o la literatura, sino que sea un modesto ciudadano de buenas costumbres, visitador dominical de la Catedral y egresado del Liceo Pedro Gual, por colocar un ejemplo.
Un ejemplo vivo de ello es el casco histórico de la ciudad de Valencia, testigo de diferentes acontecimientos que dieron vida a la República y que en su seno acoge un sinnúmero de lugares visitados por todos los valencianos sin distingo de clases, cuya identidad es reclamada con la misma fuerza por todos los sectores sociales de la ciudad moderna. Si la Valencia de los apellidos reclama como suyos la Casa Páez y el Teatro Municipal, los intelectuales hacen lo propio con la antigua Facultad de Derecho, los creyentes preservan sagradamente la Catedral y los estudiantes también tienen su espacio en la Plaza Bolívar, donde se detenían a disertar sobre las materias, para luego entrar de la mano con la primera noviecita en el ya inexistente Cine Imperio.
Sin embargo, la imagen que hasta hace poco se tiene de la ciudad sufrió algunos cambios significantes, probablemente a causa del tiempo y su devenir, al olvido o la pobreza y la desmemoria que trae consigo; lo cierto es que las históricas calles de aspecto colonial fueron progresivamente inundadas de tarantines y vendedores ambulantes de todo tipo, los lugares que alguna vez fueron espacio de tertulias políticas y de arte se convirtieron en nichos obscuros de maleantes y trabajadoras sexuales, hasta el punto de convertirse en un lugar casi intransitable tanto por la obstrucción de las tiendas improvisadas como por el estrés que supone cuidarse del hampa y la oferta engañosa de algún malhechor que pretenda hacerse del dinero de los transeúntes, mediante la conocida técnica de la “charla”.
Ante esa situación, la Alcaldía de Valencia decidió emitir un decreto con número DA/003/2016, en el que se prohíbe -una vez más- la permanencia de vendedores ambulantes y comerciantes informales en el casco histórico de la ciudad, además de disponer de la fuerza pública para garantizar el estricto cumplimiento de la medida, con el objetivo -según el texto- de sanear y preservar el espacio público para el goce de los ciudadanos.
Para conversar sobre ese tema, fueron invitados al Desayuno en la Redacción el profesor Rómulo Licón, docente de la Universidad de Carabobo y jefe de la División de Estudios de la Ciudad de la Alcaldía de Valencia; Domingo Bacalao, director de Relaciones Interinstitucionales y Comunicaciones del Ayuntamiento; y Santiago Rodríguez, coordinador sectorial del despacho del Alcalde. En esta oportunidad el foro contó con la participación de Gustavo Rízquez, director de Notitarde; Jorge Chávez Morales, subdirector; Humberto Torres, editor jefe; las periodistas Carolina Campos y Desiré Aguillón; Jennifer Anaís Infante, reportera gráfica; y quien escribe: Ricardo Marín.
